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Una república corrupta

"Corruptio optimi péssima": la corrupción de los mejores es la peor de todas.

Gustavo Pastor

Publicado: 2019-05-20


Nicolás de Maquiavelo en varias de sus obras se refiería a las repúblicas corruptas. Por ejemplo, en El Príncipe aconsejaba al futuro soberano cómo ganarse la fidelidad de aquellos regímenes políticos poco virtuosos. Este concepto de república corrupta corresponde lastimosamente muy bien a la historia de nuestro país, que desde sus inicios como Estado nación (1821), ha sido afectada por la corrupción de la mayoría de sus autoridades y por la indolencia de la mayoría de sus ciudadanos.

Nuestra clase política ha considerado por lo general al presupuesto estatal como una fuente inagotable de enriquecimiento individual (a compartir con sus allegados), olvidándose por completo de la búsqueda del “bien común”, del buen manejo de la “cosa pública” y del “patriotismo cívico”. Tres conceptos fundamentales para el desarrollo del ideal republicano. Obvio, siempre existieron honorables excepciones, pero estos actores no tuvieron el peso necesario como para cambiar el rumbo corrupto que había tomado la joven res pública peruana. Muchas autoridades y ciudadanos lejos de practicar la “virtud republicana”, se acostumbraron a hacer lo incorrecto, incumpliendo  las leyes y saboteando sistemáticamente (desde sus respectivos niveles) las posibilidades del engrandecimiento de nuestro proyecto republicano nacional. De esta manera, muchos de nuestros ciudadanos buscaron asegurar su minúsculo bienestar personal (empujados por la constatación de que el Perú era un país corrupto donde todo podía suceder), antes que construir colectivamente un proyecto político que permitiera la existencia de instituciones públicas sanas, que pudieran ofrecer una vida prospera, segura y justa para todos sus pobladores, particularmente para los ciudadanos más vulnerables (representados en nuestro país por las comunidades indígenas). Por el contrario, este comportamiento colectivo, sobre todo dominante en las grandes ciudades, fue creando una cultura de la corrupción que obligaba a los pobladores peruanos a asegurar su autoconservación dentro de una realidad informal, violenta e injusta. Asumiendo además todos los costos de la corrupción, lo que también prolongaba nuestro subdesarrollo: mala justicia, mala educación, mala salud pública, inseguridad, falta de infraestructuras, falta de oportunidades económicas, etc.

La mediocridad de nuestras instituciones estatales y nuestra rebosante corrupción son dos factores que continuan frustrando a la mayoría de la población. Nuestros líderes improvisados se han aprovechado siempre de esta situación, prometiendo cambiar sucesivamente el estado inaceptable de las cosas, sin contar en la mayoría de casos ni con la capacidad, ni la voluntad, de cambiar significativamente el corrupto estado de la vida republicana peruana. Al ser ellos mismos parte de aquella "cultura de la corrupción" que permitía que reinara la injusticia, la ineptitud y la argolla en la función pública. Por cierto, algunos movimientos políticos de diversas orientaciones ideológicas intentaron cambiar las cosas durante el siglo XIX y XX (intentando fórmulas totalmente diferentes). Así, el proyecto liberal del Partido Civil, la dictadura modernizante de Leguía, los sabotajes políticos del APRA de Haya de la Torre, el gobierno revolucionario de Velasco, la bestialidad terrorista de Sendero Luminoso y el autoritarismo pragmático de Alberto Fujimori, buscaron insurgirse, sin mucho éxito, ante las estructuras políticas, sociales, económicas y culturales que regían en nuestro país, cometiendo en su intento (y a escalas muy diferentes) imperdonables crímenes contra los derechos humanos.

Todo lo relatado obliga a aceptar que la república peruana se acerca al bicentenario igual o más corrupta que a sus inicios (con los cinco últimos ex presidentes investigados por enriquecimiento ilícito). Lo que implica el reconocimiento de una verdad muy triste para todos nosotros. Sin embargo, esta situación no es una fatalidad, pues nos permite tomar consciencia de nuestra verdadera condición (dejando de contarnos cuentos acerca de nuestra supuesta modernidad, nuestros lentos avances institucionales o nuestro cuestionable milagro económico). Es necesario comenzar a implementar medidas concretas que permitan cambiar poco a poco el estado corrupto de nuestra vida republicana. Lo que obviamente no es fácil, pues todas las generaciones anteriores parecen haber fracasado en este intento. Es claro, como vemos en ejemplos actuales como el del barrio limeño de la Victoria, que el vasto “mecanismo” de corrupción, que impera en muchas partes de nuestra patria, beneficia a mucha gente con poder, recursos económicos y armas, que no están dispuestos a dejarse arrancar los beneficios de la corrupción generalizada. Debemos por ello ser muy firmes como sociedad (unida en este rudo combate colectivo) para asegurarnos que prevalezca la justicia, el bien común y la moral republicana. Tres remedios harto conocidos para ir mejorando poco a poco de esta gravísima enfermedad social.

Es necesario ponernos de acuerdo primero sobre la urgente necesidad de profesionalizar el Estado, único instrumento político que puede garantizar el verdadero imperio de la ley. Lo que pasa por un riguroso cambio de las personas que no están preparadas para laborar en el sector público, cambiándolas por personas con los conocimientos y valores morales necesarios para fortalecer las múltiples instituciones estatales. La reforma del servicio civil es un buen comienzo, sin embargo, esta importante reforma no está colocando el énfasis necesario en la adecuada formación y evaluación de los altos funcionarios de carrera, posiblemente por falta de recursos, ambición y apoyo político. Igualmente es urgente trabajar en una real mejora del sistema de justicia y del sistema de controles internos de la administración pública, reformas profundas del poder judicial, el ministerio público y la contraloría deben ser emprendidas. Estas instituciones son solo una prioridad, pues, en realidad, prácticamente todas las instituciones estatales están afectadas por la corrupción, impidiendo que la mayoría de funcionarios puedan cumplir convenientemente con sus objetivos institucionales, presentándose fatalmente como entidades defectuosas ante los ciudadanos que se vuelven cada vez más reticentes a financiarlas con sus impuestos. Por otro lado, es necesario avanzar en las reformas políticas (propuestas por la comisión Tuesta) y también en las sanciones severas para los partidos políticos que no cumplan con la obligación republicana de llevar a los mejores hombres y mujeres a ocupar los más altos cargos de representación en el Estado.

Finalmente, los distintos integrantes de la sociedad peruana (tanto las clases dirigentes, los funcionarios públicos y las diferentes clases sociales) deben estar dispuestos a realizar un sincero cambio colectivo, dejando progresivamente de cometer todos aquellos pequeños actos cotidianos de corrupción, que pesan demasiado en la balanza que mantiene el estado actual de las cosas. En resumen, la tarea es enorme, pues, es necesario que todos tomemos consciencia que mientras sigamos siendo una república corrupta, no tendremos realmente un horizonte promisorio, ni para nosotros, ni para nuestros hijos, ni para nuestra nación. Nuestro destino concretamente está (y siempre ha estado) en nuestras manos.


Escrito por

Gustavo Pastor

Phd en Estudios Políticos por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS) de París.


Publicado en

Perumanta

Reflexiones sobre el Perú